Las personas contamos con una serie de emociones que son básicas y universales, es decir, que forman parte de todo el mundo. Por eso, da igual que nos vayamos al polo norte o a una comunidad desconectada del mundo global, porque encontraremos que las personas sonríen cuando están felices, lloran cuando están tristes o fruncen el ceño cuando están molestas.
¿Por qué ocurre esto? Porque antes de desarrollar una forma de comunicación hablada y escrita que nos permitiera expresar nuestras ideas, la manera más sencilla de transmitir información era a través del lenguaje no verbal.
De hecho, pasa también en algunos periodos del desarrollo, ¿O nunca te has fijado en qué cara pone un bebé para saber cómo se encuentra?
Los seres humanos hemos creado una serie de herramientas lingüísticas que nos facilitan mucho la vida diaria, pero a veces nada transmite tanto como una mirada o una expresión facial.
Esos gestos que mostramos (queriendo o sin querer) abren la puerta a poder hablar de cómo nos sentimos, qué nos está pasando o qué necesitamos de los demás.
¿Qué pasa con el enfado?
El enfado es otra emoción básica fundamental para nuestra supervivencia. Es una emoción que moviliza todos nuestros recursos físicos y psicológicos con el objetivo de “protegernos”.
Sin embargo, aunque enfadarnos es algo que nos ocurre con más o menos frecuencia, es una de las reacciones naturales que menos gusta a las otras personas. Se suele vincular con queja, con negatividad y con otras connotaciones poco agradables que nos pueden llegar a hacer que nos planteemos si “tenemos un problema”.
Lógicamente, no es lo más sano vivir en el enfado sin tratar de buscar soluciones a las dificultades que surgen, creo que en eso podemos estar de acuerdo.
Pero, por supuesto, enfadarse a veces puede ser muy útil e incluso necesario. Por ejemplo, es lógico que me enfade cuando alguien me falta al respeto, por muy de broma que se pueda pretender (recordatorio amistoso de que en una broma se ríen dos personas). O, por ejemplo, es lógico enfadarse si una pareja intenta controlar la forma de vestir o con quién vamos a salir a cenar.
El enfado sirve para poner límites. Los límites son barreras invisibles que separan las necesidades de un lado y del otro, siendo útiles para proteger a ambas partes.
Por ejemplo, cuando una madre o un padre le dice “no” a su hija/o, no lo hace porque busque su sufrimiento, sino porque es bueno aprender desde la infancia a manejar la frustración y comprender que no controlamos, ni podemos tener todo cuanto queremos.
En ese establecimiento de límites, la madre o el padre se protegen a largo plazo de un comportamiento menos sano de su hija/o, mientras que facilita a su hija/o una buena estrategia para su desarrollo emocional.
Cuando le decimos a alguna de nuestras amistades “no me gusta que bromees con eso, prefiero que no lo hagas más”, me estoy protegiendo de posibles “bromas” futuras que no comparto, y también estoy protegiendo a mi amiga/o de hacer comentarios equivocados con otras personas. Estoy haciendo que se plantee cómo lo puede hacer mejor.
Normalmente, poner límites se puede entender de forma incorrecta como que la persona es poco tolerante o flexible. A veces, hay situaciones con las que no se puede tener demasiada flexibilidad, por lo que es importante que aprendamos a cuidarnos para cuidar.
Poner límites, muchas veces, implica que la otra persona puede tener que hacer algunos cambios, y eso no siempre es agradable.
Pero, en cualquiera de los casos, enfadarse es algo natural que puede ser una oportunidad para mejorar una relación presente y, comunicando de forma constructiva, establecer también vínculos más sanos de cara al futuro.
Compartir